Aporrea /
El hombre vive en estado de guerra permanente. Ese doble anhelo de paz y destrucción, que, cual las dos almas de Fausto, anidan en el pecho del hombre, motivó que Freud, en su obra crepuscular2, entreviera dos motivaciones en la psique humana, de una fuerza superior, por más profunda, incluso, que las pulsiones sexuales. Tales eran los impulsos de Vida y Muerte, Eros y Thanatos. La misma irresistible tendencia que obliga al hombre a buscar por cualquier medio su supervivencia parece luchar por conseguir su aniquilamiento, su retorno a la Tierra originaria, a la mezcla primitiva de donde surgió. Nos sentimos reclamados, al mismo tiempo, por el cielo del Amor y la Belleza, y por el infierno de la Muerte y la destrucción. Esta duplicidad no se reduce, sin embargo, a ser una circunstancia meramente psicológica, sino que su influencia se extiende al campo moral.
La guerra se considera como algo indiferente en sí, y su valor moral pasa a depender del cumplimiento de las condiciones de una guerra justa. No pensaban los teólogos católicos que la guerra debiera desaparecer, sin más, por causa de una transformación radical del hombre, cuya posibilidad limitaron al campo del hombre interior. La integración de la Fe y la Naturaleza, condujo a la Escolástica a proponer la paz como el fin último, pero, también, a apreciar la guerra como una circunstancia en que podían mostrarse las virtudes humanas, con tal que en la lucha se dieran determinadas condiciones. La consecuencia de esta concepción fue la elaboración de una doctrina que incluía los requisitos de una guerra justa: ser declarada por la autoridad legítima, buscar un fin justo, y utilizar medios moralmente correctos. Todos estos requisitos hacen referencia a los medios de la guerra -aunque, aparentemente, hablen de los fines-, puesto que en ningún momento se pone en cuestión su moralidad. La guerra tiene un valor positivo, pues abre la posibilidad de que en ella se ponga de manifiesto la fortaleza.
El concepto de virtud, que ya no pone el acento sobre la virilidad guerrera, sino sobre el dominio de todas las artes que hacen del hombre un ser social, un cortesano, un ciudadano capaz de triunfar socialmente por la dulzura de su carácter, la multiplicidad de sus habilidades, y su dominio de las técnicas que pueden alzarle al poder político
Por vez primera al contrario de lo que apunta el célebre aforismo ,la política pasa a ser una guerra que utiliza otros medios para manifestarse. Los esfuerzos renacentistas por lograr una moderación de las, en muchas ocasiones, bárbaras costumbres medievales, se aprecia en ámbitos diversos, que van desde la afloración de tratados sobre las normas de urbanidad hasta la ritualización de los enfrentamientos armados. Los instintos agresivos son desplazados a otros espacios de la actividad social, como la lucha por el poder, o el ansia de fama, de modo que la guerra pierde gran parte de la trascendencia que aún conservaba en el medievo, puesto que ya no es el lugar de demostración de la virtud, sino tan sólo un medio para alcanzar el poder. Los manuales sobre estrategia militar sustituyen, pues, a los tratados morales sobre la virtud de la fortaleza. Con ello nace una concepción moderna de la guerra, cuyo desarrollo conduce hasta las ideologías pacifistas de nuestros días.
Predomina hoy la noción de un ser humano sometido a la dialéctica entre guerra y paz, entre destrucción y producción, entre violencia y convivencia social. Se supone que, como en toda oposición, ha de nacer aquí también una síntesis final que signifique, si no el triunfo de uno de los polos en disputa, sí, cuando menos, el establecimiento de un orden próximo al que señalaría la tríada: paz-producción-convivencia social. Bobbio, en un libro de reciente aparición en Italia, ha puesto de manifiesto cómo, en todo par de términos antitéticos, suele suceder que uno de los dos posee más fuerza que el otro, aunque dicha valoración dependa del punto de vista desde el que se efectúe su medición. En el caso de la dialéctica establecida entre los términos guerra-paz, parece claro que es guerra el que posee mayor fuerza, lo cual ha propiciado que, tradicionalmente, desde Grocio a Tolstoi, se haya definido la paz como un estado de «no-guerra».
Contra esta tesis, el pensamiento marxista ha supuesto que el estado originario de las comunidades humanas es el de la convivencia pacífica, en un momento en que aún no había surgido la feroz lucha por la propiedad, verdadero motivo de los enfrentamientos entre los individuos y entre los pueblos. Este optimismo asoma aún hoy, en la época del pensamiento desencantado, en muchas de las manifestaciones de la ideología preponderante; la misma que dio en decir que, tras el fin de los bloques, habíamos entrado, por fin, en la senda de la paz universal. La inquietante realidad es que nunca antes se había encontrado el mundo más angustiado por su posible autodestrucción, pues la potencia nuclear, que antes se encontraba controlada por los grandes bloques, comienza a dispersarse alarmantemente, sin que parezcan surtir efecto los desesperados intentos de control de este tipo de armamento. Por otro lado, los conflictos interétnicos, interregionales, y locales se multiplican, y amenazan con matar, como una lenta infección, a un planeta que esperaba morir de una forma repentina. Si bien la experiencia de dos grandes guerras parece haber conjurado el riesgo de una tercera guerra mundial, el hombre se muestra incapaz de mantener una paz medianamente duradera.
A los síntomas que acabamos de describir, debemos añadir uno nuevo, que habitualmente se posterga al hablar del problema de la guerra; nos referimos a la violencia difusa que no por haberse hecho cotidiana resulta menos alarmante para las sociedades desarrolladas. Poco a poco, se extiende una sensación de agresividad generalizada, y un clima de enfrentamiento total en las grandes ciudades. Esta ola se manifiesta en el carácter cada vez más descontrolado de las luchas reivindicativas de los trabajadores, en la destrucción sistemática de los bienes públicos por parte de los jóvenes durante los fines de semana, en las palizas a las minorías étnicas por parte de grupos cada vez mayores y más organizados, en los enfrentamientos entre partidarios de distintos equipos de fútbol o de diferentes movimientos musicales, en los levantamientos y explosiones de violencia de los habitantes de barrios marginales, incluso en la pugna por el espacio vital de los automovilistas, y, en fin, en la agresividad que soterradamente corroe muchas conciencias ante la indiferencia generalizada por lo que sucede a nuestro alrededor. Esa es la otra guerra, la que tiene lugar en el espacio corto del ámbito de lo cotidiano. Con ello, la esperanza de mejorar el estado de cosas se esfuma, prácticamente, puesto que un temor sólo parece ser vencido por otro temor más fuerte. El precio a pagar por la paz seria la aceptación de la tiranía de un Poder omnímodo, capaz de imponer el Terror universal y abstracto, para superar así el miedo particular a lo concreto.
Deslegitimar la guerra supondría tanto como suponer la posibilidad de una paz perpetua, que se habría logrado mediante un cambio en la naturaleza misma del hombre: el ser humano se habría tornado, de malo, en bueno por naturaleza. El intento de búsquedas de alternativas ha de hacerse desde la consideración de la legalidad de la guerra. Con ello se hace referencia a los medios empleados para solventar los conflictos generados por ese enfrentamiento inherente a la vida social. Es en este ámbito donde deben dominar los impulsos de sociabilidad, de no-violencia, de pacifismo.
La paz posible para el hombre no es una paz perpetua, que sin duda sólo puede ser la de los cementerios, sino una paz que insista en los medios utilizados para solventar los conflictos. La tarea, por supuesto es inacabable; su éxito se pospone al infinito. Pero, sin duda, también evita los males y sufrimientos que en nombre de una paz universal han tenido lugar en muchos momentos históricos.