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Los vampiros despiertan miedo y fascinación, tienen existencias tristes y han sido comparados con personas que viven «chupándole la sangre» a los demás: Explotando a los otros para su beneficio personal, incapaces de amar desinteresadamente, insensibles a todas las fragilidades humanas usuales y que viven en un paraje de soledad y aburrimiento eterno.
Se les llama vampiros pero también narcisistas y es muy común que uno de los motivos de consulta sea la incapacidad de amar, o el egoísmo extremo al relacionarse, o el aburrimiento y el vacío cuando la persona no tiene fuentes nuevas de reconocimiento y admiración.
Los pacientes vampiros niegan depender de nadie y afirman utilizar a los demás solo para satisfacerse. Suelen devaluar y destruir lo que reciben por lo que se sienten crónicamente insatisfechos.
En los narcisos hay una falta de desarrollo en los procesos de idealización que se manifiesta de dos formas: idealizándose a sí mismos e idealizando a otros para completarse. No existe el otro como tal, sino como una extensión del yo grandioso. Los otros son cosas-objetos que existen solo para confirmarles que son maravillosos. Un ejemplo son quienes creen que solo sus amigos son inteligentes, que jamás tendrían como pareja a un hombre o a una mujer común y corriente, los que creen que todos son idiotas y que ellos son mejores en todo; esto es un claro mecanismo de compensación de inseguridades, porque aunque a veces se sientan invencibles e hipomaniacos, también migran a territorios de depresión y de sentimientos de minusvalía.
Kohut describió al narciso como un hombre trágico, atrapado en su agresión, gula y voracidad, definición que cuadra bien con el vampiro.
La necesidad desordenada del tributo de los demás y la vida emocional hueca son, según Kernberg, algunas de las características distintivas de los narcisos. Idealizan a algunos de quienes esperan admiración y menosprecian a aquellos de quienes no esperan nada. Son expertos en echar a perder en forma inconsciente aquello que reciben y son superficiales y volubles. Solo acuden a buscar ayuda cuando su trastorno deriva en una depresión y en el sentimiento de haber desperdiciado su vida.
Francisco* habla de una herida originaria: para su madre nunca fue suficientemente hermoso, delgado, talentoso ni inteligente. Hoy sale todas las noches para «alimentarse» de la admiración de mujeres que seduce en bares, presentaciones de libros, viajes o hasta en la clase de yoga. Refiere que cuando una novia lo abandonó por otro, descubrió la profundidad de su sentimiento de inferioridad. Cuando lo dejó, se enteró por primera vez que no era insustituible, ni único, ni indispensable ni irresistible. Se sintió poca cosa y aumentó su hambre de buscar afuera el amor propio que no encuentra adentro. No sabe cuántas mujeres serán suficientes. Todas le recuerdan un poco a su madre cuando le señalan algún defecto o falla y las abandona cuando descubre que ya no lo idealizan o cuando las devalúa él a ellas antes de que lo dejen. Solo sabe ver defectos en los demás y aunque parece adorarse, muchas veces se odia.
La herida estaba oculta, dice Francisco, pero un día la descubrió: enorme, profunda, horrible, partiéndolo por la mitad cuando alguien que pensaba poco relevante lo dejó y él se sintió destruido. ¿Por qué la opinión de alguien más, el desprecio de una nadie lo había afectado tanto?
Paco practica la seducción indiscriminada para alimentarse de la sangre de sus víctimas, que lo hacen sentir hermoso y deseable. Tiene que compensar de algún modo la falta de aceptación con la que creció, la crítica feroz que marcó su desarrollo y que ahora lo hace buscar que le digan solo lo bueno que hay en él.
Una madre que todo el tiempo le dice a su hijo que es el sol de sus días se parece a un padre que siempre criticó todo de su hija. Se parecen porque desatan la misma consecuencia: hambre insaciable de reconocimiento y afecto.
(*) Francisco es un personaje de ficción.
Vale Villa es psicoterapeuta sistémica y narrativa, así como conferencista en temas de salud mental.
Twitter: @valevillag