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El año pasado, Facebook alcanzó los 1.860 millones de usuarios, casi un 20% más que en 2015.
Más de 1.200 millones son activos a diario, esto es: envían y reciben información, señalan sus preferencias sobre infinidad de temas con solo un clic de ratón por medio de la herramienta ‘like’, comparten y expanden contenidos en todos los formatos imaginables, textos, audios, fotografías y vídeos. A día de hoy, en torno a una cuarta parte de la población mundial usa Facebook activamente. Según un estudio de la publicación The Verge sobre ciencia e innovación, en 2030 el porcentaje podría superar el 60% de los habitantes del planeta. Hay que tener en cuenta que, para entonces, habremos subido de los 7.000 millones actuales a casi 9.000.
David Lewis, autor del informe Dying for information? (¿morir por obtener información?), dio la voz de alarma en 1996 sobre el síndrome de la fatiga informativa, que catalogó de enfermedad psíquica. El filósofo Byung-Chul Han trata en su obra En el enjambre la desideologización y tecnificación de las estructuras sociales, en las que los políticos se separan de la ciudadanía para convertirse en eso ajeno que llamamos ‘establishment’ y los ciudadanos se van convirtiendo en meros consumidores. Y señala como principal patología la sobrecomunicación. También alerta sobre la fatiga informativa: «El principal síntoma es la parálisis de la capacidad analítica. Que es lo que precisamente constituye el pensamiento. El exceso de información atrofia el pensamiento, la capacidad de distinguir lo esencial de lo no esencial». Y va más allá: «El cansancio de la información incluye también síntomas característicos de la depresión que, ante todo, una enfermedad narcisista. El sujeto se ahoga en su propio yo, agotado y fatigado de sí mismo. Nuestra sociedad se hace cada vez más narcisista. Redes sociales como Twitter o Facebook agudizan esta evolución, pues son medios narcisistas».
Una derivada de la fatiga informativa es otra nueva que se da tanto por déficit como por exceso: por un lado, quienes se ven incapaces de sumarse y aceptar los nuevos usos impuestos por la era digital; por otro, quienes son incapaces de hacerlo de una manera saludable, y se identifican en exceso con la tecnología, perdiendo la perspectiva de su propio yo. El equipo de Investigación WANT Prevenció Psicosocial de la Universitat Jaume I de Castellón ha elaborado recientemente un cuestionario para predecir sus síntomas: incluye aspectos como ansiedad y riesgos psicosociales.
Pero los riesgos, según expone Byung-Chul Han, van más allá de los efectos directos en el usuario, su relación con el entorno o su pérdida de capacidad analítica. La sobreinformación nos lleva, en su opinión, a una nueva protocolización general de la vida, y la ingente cantidad de información que dejamos a nuestro paso por la red, reunida en eso inabarcable llamado big data , lleva a un nuevo concepto de Big brother : «Cada uno observa y vigila al otro, y cada uno es observado y vigilado».
Los beneficiados reales de toda esta recopilación de información en la red no son los propios usuarios, sino las empresas y los Estados. En muchos casos, actúan como un solo ente. Un claro ejemplo es la agencia Acxiom, que posee datos relevantes de más de 300 millones de estadounidenses, esto es, casi toda la población, y los vende a las empresas que los solicitan. Tiene más información que el FBI, prueba de ello es que han recurrido muchas veces a la agencia para sus operaciones de investigación.
En su carrera por monetizar el nuevo modelo de periodismo digital, los periódicos buscan, por encima de todo, aumentar el número de lectores, su permanencia en sus páginas webs y los clics. Lo mismo puede decirse de las redes sociales o de casi cualquier aplicación gratuita de móvil. La publicidad tradicional deja de ser la vía de financiación principal y deja paso a las bases de datos, cada vez más hinchadas, con las que poder comercializar. La información, por tanto, deja de tener sentido en sí misma, y pasa a ser un mero vehículo para obtener datos del usuario. Cada vez importa menos qué se cuenta, sino cuánta aceptación (clics) tendrá lo que se cuenta.
Y mientras tanto, como opina Byung-Chul Han, el efecto pernicioso en el ciudadano de a pie es cada vez mayor: «La hipercomunicación digital destruye el silencio que necesita el alma para reflexionar y para ser ella misma. Se percibe solo ruido, sin sentido ni coherencia. Todo ello impide la formación de un contrapoder que pudiera cuestionar el orden establecido que adquiere así rasgos totalitarios».
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