La Nacion / No nos pasamos la vida comiendo siempre lo mismo. Foto: Pixabay Me encanta cuando a la hora de los postres puedo probar diferentes gustos en lo que llaman «degustación». Un poco de chocolate, un poco de chantilly, un poco de frutas, dulce de leche, coco, cheese cake.. También me tientan los platos que veo que comen mis compañeros de mesa y si no me puedo aguantar les pido que me dejen probar un poquito. Es que tenemos la posibilidad de paladear diferentes cosas en nuestros receptores gustativos: dulces, saladas, agrias, amargo y umami (textura), sensaciones que son decodificadas en el cerebro donde se hacen concientes.
El cerebro es un órgano curioso, travieso, inquieto, que se aburre fácilmente, exige constantemente novedades y estímulos que lo mantengan activo y feliz. Pasa con la comida. Pasa con las actividades. Pasa con el turismo. Y también pasa con las relaciones.
Si mi alimentación está basada en el arroz y un día se me da por los vegetales, a nadie se le ocurriría pensar que estoy siendo infiel , que le estoy metiendo los cuernos al querido arroz, que tanto conozco, que tan bueno ha sido siempre conmigo y a quien agradezco su presencia y sustento. No le quito nada al arroz si como un día una berenjena. No le quito nada a Mar del Plata si un día se me da por Bariloche. No le quito nada a mi profesión si un día se me ocurre ponerme a hacer teatro.
No pasa lo mismo con las relaciones de pareja. Vivimos en una cultura que nos fuerza a tener una sola pareja para toda la vida y nunca nunca nada más . En caso de buscar y encontrar otra relación caerá sobre nosotros el estigma del pecado y el oprobio de la repulsa social: nos transformamos en infieles. El islam llama infieles a los que no creen en el verdadero Dios, Alá, o en su profeta Mahoma. El concepto de la monogamia rígida y cerrada que exige la total y absoluta exclusividad sexual es también un Dios severo e inapelable y quien no respete el sagrado precepto de la exclusividad sexual es un infiel, un delincuente emocional, un traidor, debe ser echado del Paraíso.
Suele llamarse infidelidad a cualquier relación amorosa extramatrimonial, los amantes son los infieles. Pero es preciso revisar un poco la idea porque la institución «amante» tiene muy mala prensa en nuestra sociedad occidental, aunque es frecuentada con entusiasmo por muchos.
En las grandes ciudades de Europa central y occidental, existía -así me lo contaban mis padres- «el amigo íntimo», una institución emparentada con la del amante pero no exactamente igual. Consistía en el flirteo, en encuentros en cafés o en paseos, con o sin derecho a roce. Casi siempre eran personas casadas que tenían la libertad de hacer travesuras sin compromisos afectivos ulteriores. Ninguna pretendía suplantar a su cónyuge ni compensar algo que les faltara en su vida en pareja. Se trataba del ansia de saborear otros gustos y de sentirse saboreado por otros paladares. Se trataba de verse en los ojos del otro de una manera renovada, de irse descubriendo al tiempo que se descubría al otro, de sumergirse en la sorpresa y el encantamiento de la seducción y la conquista. No había atentado alguno contra la pareja conyugal que muchas veces sabía de esas escapadas y que también tenía las suyas. Sin consecuencias ni reproches ni torturas emocionales ni explicaciones. El «amigo íntimo» mantenía nivelado el fiel de la balanza y proporcionaba a sus participantes el delicioso sabor de la aventura y de lo desconocido.
En nuestra sociedad, el concepto de amante incluye por lo menos tres cosas diferentes que no suelen distinguirse y que se confunden Una, algo muy parecido al «amigo íntimo» europeo que de ninguna manera es una infidelidad ni una traición ni, mucho menos una metida de cuernos que merezca la reprobación social y el castigo. Claro que, a diferencia de lo que sucedía muchas veces en el viejo continente, la cosa no sucede de manera abierta, suelen ser encuentros secretos o disfrazados de otra cosa, de modo que no sea una amenaza para la pareja estable. Son muy pocas las parejas que lo comprenden, lo viven con naturalidad, lo conocen y aceptan y no exigen explicaciones o justificaciones.
Una segunda acepción es cuando la relación extramatrimonial viene a cubrir un vacío existencial, una búsqueda honda de reafirmación o de re estimulación personal. El tercero promete devolver eso tan anhelado y que falta. Después de un primer momento de infatuación e ilusión, la expectativa suele irse diluyendo hasta quedar en la nada porque ningún tercero nos dará eso que debemos generar por nosotros mismos. Sin relación con la pareja estable sino con una carencia personal, estas relaciones duran el tiempo en que persiste la ilusión. Nadie puede cubrir esta ansia personal, esos huecos afectivos o esa incapacidad de disfrute que solo las podemos cubrir nosotros mismos.
La tercera forma de «amante» sí puede ser llamada infidelidad o traición. Las situaciones en las que se tienen dos familias constituidas, o se mantiene una relación secreta con hijos extramatrimoniales, o se encara la relación de amantes con falsas promesas de matrimonio, de dejar al cónyuge o lo que fuera con tal de que el/la amante siga el juego. Hay una doble mentira: a la pareja y al amante. Hay hostilidad, tal vez encubierta y una defraudación total. Puede llamarse cabalmente infidelidad porque afecta directamente a la pareja estable, se incurre en una estafa emocional, se miente a unos y a otros y se generan fachadas ilusorias y engaños reiterados. Se lesiona a las dos parejas, a la conyugal y al amante lo que produce un gran sufrimiento, a la corta o a la larga, en todos los involucrados.
Una relación de amantes implica, siempre, que se busca algo que la pareja estable no da. A veces es un indicador de que mejor resultaría separarse porque el olmo nunca dará peras. Pero otras veces, más de lo que suponemos, se busca algo que en la pareja no está porque no puede estar, porque en una pareja hay rutinas saludables, pero son rutinas, casi todo es previsible, hay pocos espacios para la novedad y la sorpresa. Y si hace falta esa chispita de aventura cuando se encuentra puede repercutir positivamente en la pareja, proveer una nueva energía que les hace bien a los dos.
El buen amor no viene en porciones, se reproduce a sí mismo y siempre es capaz de más. Amar a un amante no es amar menos a la pareja, a veces es incluso amarla mejor. El buen amor, creo yo, es el sostenido en respetarse a uno mismo, conocerse y darse lo necesario y en hacerle bien al otro, cuidarlo, respetarlo en sus necesidades y no dañarlo.
Un paladar sensible añora saborear diferentes gustos. El buen amor crece cuanto más se lo ejercita, no es posesivo ni disfruta de juegos de poder. El buen amor se da a manos llenas y se paladea con lentitud, regocijo y magia.
LA NACION Sociedad En pareja