La Nacion /
Una montaña revestida de pinos. Un atardecer violeta. Una luna que se hamaca sobre el río. Una persona que arriesga su vida para salvar a un desconocido. Un nacimiento. Estas experiencias nos estremecen de asombro y nos conectan con la maravilla inexplicable de la existencia. Y, luego, también: un tsunami que barre con un pueblo. El ojo de un huracán. Un edificio que se derrumba. Una turba enardecida. El instante de la muerte. Estas vivencias también nos ponen los pelos de punta, pero el asombro en este caso porta un signo negativo, y viene acompañado de otras emociones: temor, angustia, pavura, sobrecogimiento.
Pueden parecer situaciones opuestas por completo. Sin embargo, en un sentido el asombro es el mismo: ¿cómo es posible que tales cosas existan? ¿Qué nos dice la ocurrencia de estos fenómenos sobre la naturaleza de la vida? ¿Qué parte del misterio iluminan? Sobre todo, ¿cuál es el lugar que ocupamos en este universo descomunal?
El asombro es una emoción que parece diseñada para ayudarnos a aprender y abrazar la paradoja de que la vida es tan terrible como lo es maravillosa, mejor y peor de lo que podemos imaginar, tan corta y efímera como profunda y prodigiosa.
Esta intuición no es nueva. Nuestros antepasados más remotos se toparon con ella con el primer despertar de la conciencia. Dice el eternamente lúcido Joseph Campbell que, cuando emergió en los primeros hombres la capacidad de observar y comprender el mundo, la reacción que siguió fue de arrobamiento, y a la vez de horror. La misma inteligencia que les donó el aprecio de la belleza, la creatividad y el amor, les impuso a la vez -duro precio- el registro de las aristas más duras de la realidad: la condena de tener que matar para comer, la incapacidad de salvar a los suyos de diversas calamidades, la posibilidad de anticipar futuros crueles, como caer ellos mismos en las fauces de alguna otra criatura hambrienta.
Tenemos pistas de cómo lidiaron estos hombres, en su precariedad, con estas emociones difíciles. Pinturas rupestres, artefactos varios y mitos legados de generación en generación, cual fuego que no debía extinguirse, dan cuenta de una única respuesta a la pregunta por el sentido, que aparecía por primera vez en esas conciencias: la vida es magnífica y es monstruosa, y debemos abrazarla en cada acto.
Los primeros ritos ¿Qué nos permite afirmar semejante cosa?
El hecho de que no hubo un solo rito ni ceremonia -en los albores de la humanidad, y hasta entrada la Modernidad- que encarnara una queja, un reproche o un desafío a los dioses que cada pueblo entendía como propios. Por el contrario, los primeros ritos fueron de celebración, de rogativa o de expiación. Estos últimos fueron cruciales, porque permitieron a estos hombres y mujeres hacer frente a la culpa que les despertaba el acto -manual, personal, sangriento; en las antípodas de su versión actual- de tomar una vida.
A lo largo y a lo ancho del planeta, estos ritos prehistóricos pedían perdón a esos animales, les prometían cosas, derramaban su sangre sobre la tierra para que nuevas criaturas vinieran a tomar el lugar de las derribadas. Los mitos que inspiraban esos ritos cumplían importantes funciones. Así describe Campbell la primera (que él llamó «la función mística»): reconciliar a la conciencia humana con las precondiciones de la existencia, con amor y gratitud. Estas últimas dos palabras son clave: no le sirve a la vida -ni a la supervivencia de la especie, ni a la evolución de la conciencia- que aceptemos estas condiciones con rencor, desdicha o resentimiento.
Podemos y debemos esforzarnos por paliar el sufrimiento y la injusticia en el mundo, por hacer de nuestro paso por la Tierra una aventura más dichosa que feroz, pero si lo hacemos desde el enojo y la querella, malogramos nuestro propósito. Al recordarnos nuestra pequeñez frente a poderes más vastos que uno, el asombro nos ayuda a hacer las paces con todo aquello que no está -y acaso no pueda estar- bajo nuestro control.
¿Y la gratitud?
De tan cotidiana, podría parecer una emoción más, sencilla y fiable como la confianza, la tristeza o la alegría. Pero no: al igual que el asombro (y un puñado de emociones más), la gratitud es sencilla solo en apariencia. Así como nos sirve para expresar aprecio por un halago o un favor, es capaz de conectarnos, si lo permitimos, con esas capas más profundas de la existencia que algunos llamamos «espiritualidad».
¿Qué es la gratitud, exactamente?
En la hermosa definición del Hermano David Steindl-Rast, un explorador nato de esta virtud, la gratitud es la percepción de estar en presencia de algo valioso, que no proviene enteramente de nosotros. Sin importar cuál sea el origen de ese valor, lo esencial es que lo reconozcamos como una gratuidad, una bendición, una gracia.
Esta emoción aparece sin demora cuando la vida nos sonríe, pero es también una actitud que podemos aprender a cultivar, reservándole un lugar en la mesa aun cuando el camino se vuelve desafiante.
Está claro: no podremos agradecer cada cosa que nos pasa, ni mucho menos cada cosa que ocurre en el mundo. Pero siempre podemos agradecer algo: la posibilidad de tender una mano a quien la necesita, de intentar devolverle al dolor, compasión; a la soledad, compañía; al enfrentamiento y la discordia, amor. Esto es milagro suficiente, y razón para decir, al comienzo y al final de cada día, con toda la humildad que podamos alcanzar: gracias.
LA NACION Sociedad Asuntos personales