El Financiero / 1
Lo utilizamos para burlarnos de nosotros mismos cuando nos equivocamos y parece preferible declararse el más torpe del mundo antes de que alguien más lo diga. Es una forma de expresión sarcástica, quizá un intento por no tomarnos muy en serio lo que nos duele.
Por ejemplo, tal vez hemos pensado que somos los peores padres y madres porque esta semana pedimos pizza 3 veces en lugar de cocinar para nuestros hijos, porque les gritamos mucho esta semana que ha sido tensa en el trabajo o en la que estuvimos enfermos y cualquier petición fuera del plan o la rutina, nos puso al borde del ataque de nervios.
La línea que separa el autodesprecio del autocastigo es fina, porque el segundo deriva en culpa y autodevaluación como sentimientos dominantes. La forma de hablar con nosotros mismos revela la relación que tenemos con nuestro mundo interior. Es posible pensar cosas horribles y ser sádicos en el trato que nos damos.
Con los hijos es muy fácil recurrir al autocastigo porque es complejo ser padres y muy común sentir que la misión nos queda grande. La presión a veces quiebra hasta a los más fuertes: las crisis de salud, emocionales, los trastornos del aprendizaje o del desarrollo, la separación y el divorcio, tener que dividir la vida entre la casa y la calle, la llegada de la adolescencia, las adicciones, en fin. Todos son momentos que nos confrontan por no haber podido ser los padres ideales que nadie tuvo, nadie es y nadie será, porque no existen.
Hablarnos con poco respeto, de modo hostil, describirnos como malos padres o madres, es una trampa; pensarnos malos padres solo nos debilita más. Lo que es útil es darnos cuenta cuando nos decimos cosas horribles, que no es igual a reconocer los errores ni a intentar reparación y aprendizaje en las áreas en las que no hemos podido ser fuertes hasta ahora.
Atormentarse y rumiar los errores cometidos solo sirve para alimentar una espiral infinita de culpa. A veces la mejor solución es ser práctico frente a los problemas y buscar la sencillez. La pregunta que hay que hacerse es si lo que hacemos es útil para conseguir un objetivo. Por ejemplo: frente al cansancio del final del día, puede elegirse gritarle a los hijos (conducta inútil), conseguir que se tensen y que se vuelvan aún menos cooperativos. O puede elegirse respirar hondo, hablar despacio, elegir las palabras con cuidado y sostener una conversación con ellos para librar el final del día de una forma más apacible (conducta útil).
No somos buenos o malos padres, ni buenos o malos empleados o parejas o amigos. Dividir el mundo en bueno y malo siempre ha sido semilla de fanatismo y en el caso de la vida personal, causa de depresión, ansiedad, mal carácter, agotamiento y autodevaluación.
Hay que preguntarse de manera más desapasionada, si nuestras conductas son útiles o inútiles para la causa que estamos persiguiendo. Educar a nuestros hijos, concretar un proyecto profesional, consolidar una relación amorosa, lo que sea. Es un principio sabio y aplicable para todo en la vida.
Es posible que si aprendemos a hablarnos con más respeto por nuestro valor y dignidad, también hagamos lo mismo quienes nos rodean y seamos capaces entonces de establecer una comunicación que construya acuerdos, paz y respeto.
El amor propio es uno de los capitales humanos que más deberíamos cuidar. Las palabras que elegimos para describirnos y para contar nuestra historia sí hacen una diferencia en la construcción de la identidad. Pensar bien de uno no es ser indulgente y sí es el principio para lograr metas valiosas. Reconocer nuestras capacidades y dejar de lacerarnos con nuestros defectos es una condición sin la cual el amor, la amistad, una paternidad suficientemente amorosa o la realización profesional, son imposibles.